miércoles, 18 de noviembre de 2009

domingo, 2 de agosto de 2009

el instante

Y sin ese repetirse eternamente de todo, de sí mismo a sí mismo, a cada instante, todo duraría un instante.
Hasta la misma eternidad duraría un instante.

Antonio Porchia




el instante, al que declara, respecto del tiempo, análogo al punto respecto del espacio,
el tiempo no de instantes...
de la misma manera que una línea no se compone de puntos,
pero ambos expresan una noción de límite,
en el cual se anulan las características propias del tiempo y del espacio

(un instante no dura, como un punto no tiene extensión).

El instante es la continuidad del tiempo, pues une el tiempo pasado con el tiempo futuro.

Aristóteles

viernes, 8 de mayo de 2009

soledad de amores y locura



He salido a la calle abrazado a la tristeza:
vi lo que no mira nadie y me dio vergüenza y pena.
Soledad que te pegas a mi alma
en la dulce soledad de este campo de otoño.
No hay momentos de sosiego.
Rebeldía pura de amores sin amores.
Ilusiones puras y puros conformismos
intentando levantar el espíritu nostálgico
de querer estar contigo y nunca estarlo.

Los llantos desconsolados que estrangulan las gargantas;
los ancianos encorvados: parece que la tierra les llama.

Volverás de vez en cuando a estas tierras agrietadas
y verás de nuevo a quien te ama borracho;
borracho de amores y libertades.
Y también de vinos por olvidarte. Borracho...

Me da pena que se admire el valor en la batalla;
menos mal que con los rifles no se matan las palabras.

Y si surgen saludos y palabras
tal vez notes la dureza de mi estilo
queriendo no herirte en nada,
y en mi soledad sólo herirme yo mismo.

La justicia está arrestada por orden de la avaricia;
el dinero que te salva es el mismo que te asesina.

Y verás sin duda el resurgir poderoso del guerrero
sin miedo a leyes ni a nostalgias
y lo verás caer una y mil veces y levantarse de nuevo,
con la pura bandera de su raza.

Soledad de amores triste y pura,
soledad de amores y locura.

No me des más esperanzas: sé que todo son mentiras;
sacos llenos de agujeros para guardar alegrías.

Y verás sin duda el resurgir poderoso del guerrero
sin miedo a leyes ni a nostalgias
y lo verás caer una y mil veces y levantarse de nuevo,
con la pura bandera de su raza.

Me da pena que se admire el valor en la batalla;
menos mal que con los rifles no se matan las palabras.

Soledad de amores triste y pura,
soledad de amores y locura.


abrazado a la tristeza de extrechinato y tu

miércoles, 1 de abril de 2009



Henri Bergson.
(Xavier Zubiri; Cinco lecciones de filosofía, 1963)

1°) - Una nueva idea de la experiencia.
Cuando Aristóteles y Kant se enfrentaron, cada uno a su modo, con el problema del conocimiento de las cosas, siempre dieron por supuesto que el hombre está fuera de ellas. Por consiguiente, lo que el hombre tiene que hacer es entrar en relación adecuada con esas cosas. Es verdad que para Aristóteles es el hombre el que gira en torno de las cosas para recibir de ellas sus conceptos. Es verdad que para Kant son las cosas, en tanto que objetos, las que giran en torno al hombre que les impone sus condiciones de sensibilidad e inteligibilidad. Pero para ambos filósofos se trata siempre de un “girar”, precisamente porque el hombre está fuera de las cosas. Pues bien, habría una tercera posición: el hombre no está fuera de las cosas y, por tanto no es cuestión de girar, sino que el hombre, por algún acto primario suyo, está ya dentro de las cosas. “Dentro” se dice intus. Por eso el acto radical de la filosofía es, para Bergson, la intuición.
Es el acto que nos coloca, que nos instala dentro de las cosas. Por eso repetirá Bergson hasta la saciedad que las filosofías intuitivas escapan a la crítica kantiana, en la precisa medida en que son intuitivas. La intuición, ciertamente, no es un método exclusivo de la filosofía, pero es para Bergson su método específico. ¿Qué entiende Bergson por intuición?.
En primer lugar, llama intuición a la aprehensión inmediata, esto es, a la aprehensión de las cosas por métodos directos, no simplemente refiriéndonos a ellas con conceptos previos tomados de otras realidades.
En segundo lugar, esta aprehensión inmediata no es una simple constatación. En la intuición –pondremos en seguida un par de ejemplos- hay algo distinto, algo más que una mera constatación. Hay una especie de simpatía o simbiosis, no solo con los hombres, sino con todas las cosas. Simpatía, tomado en sentido etimológico: syn-pathein, co-sentir las cosas, sentir a una con las cosas mismas, por una estricta simbiosis con ellas que nos permite precisamente aprehenderlas intuitivamente.
En tercer lugar, no se trata de una simpatía que podría abocar tan sólo a una constatación pasiva, sino que es todo lo contrario: es una actividad, una violenta actividad del espíritu por la que tiene que despojarse no solamente de las ideas preconcebidas, sino que tiene que esforzarse por convivir lo que tiene delante, que no es un estado quiescente y puntual, sino algo distinto, una durée. Es un esfuerzo por convivir esta durée, por ir a contrapelo de lo que la práctica hace con ella. Es una auscultación de lo real, en la que cada visión tomada sobre lo intuitivo es mantenida no para fijarla, sino justamente al revés, para ir corrigiéndola con distintas visiones tomadas dentro de la intuición misma. La intuición, pues, no es pasividad, sino máxima actividad.
En cuarto lugar, inmediata, simpática y activa, la intuición no recae sobre “cosas”, sino sobre su durée. Veremos que es la durée. Pero anticipando ideas, diremos que no se trata del tiempo como sucesión de estados (esto sería para Bergson un tiempo espacializado), sino de un tiempo puro.
Esta capacidad de intuición no es nada oculto y misterioso. Todo el que ha escrito una novela, por ejemplo, lo conoce por experiencia. Para describir un personaje, el novelista multiplica sus rasgos y sus vicisitudes; pero nada de esto agota el sentimiento simple e indivisible que yo tendría si por un momento coincidiera con el personaje mismo. El personaje me estaría dado en su integridad, en su modo de ser, de golpe, tal vez lo he sorprendido en un solo detalle que me lo ha revelado “desde dentro”, y entonces cada uno de sus rasgos y reacciones no sólo no componen el personaje, sino que al revés, no son sino el desarrollo de su modo de ser interno, un desarrollo que es el conjunto de relaciones que ese simple personaje tiene con los demás. Esto mismo acontece con el conocimiento. Para aprehender las cosas hacen falta muchos conceptos y a veces hasta muchos datos científicos. Pero estos conceptos y datos no tienen más función que la de servir de orientación para sumergirnos cada vez más y más en esa simplicidad del modo de ser que es, como en el caso del personaje de la novela, algo infinitamente simple y pletórico. Por eso, nos dice Bergson, intuición es sinónimo de perfección.
Bergson nos advierte en este punto que, a pesar de la alusión al personaje novelesco, la intuición filosófica no es la intuición del arte. Y esto por dos razones. Primeramente, nos dice Bergson, porque el arte opera solamente sobre lo vivo, siendo así que la filosofía recae también sobre la materia, y apela, por tanto a la inteligencia conceptual, pero con un uso diferente. Y en segundo lugar, porque el arte opera con intuiciones, pero es para expresarlas en símbolos. Ahora bien, la filosofía pretende prescindir de los símbolos y de las imágenes, no en el sentido de no usar de ellos, sino para retrotraernos, para reintegrarnos y sumergirnos cada vez más y más en el modo de ser de lo inmediatamente intuido. No va de la intuición al símbolo, sino del símbolo a la intuición.
Por eso, el intuitivismo de Bergson es todo menos una vaga somnolencia en que el hombre pasivamente reposa para ver lo que da de sí. Es un esfuerzo de actividad violenta. Tampoco es un discurso, en el sentido de un discurso conceptual. Pero es un discurrir interno, es el espíritu que discurre sobre lo inmediatamente dado para aprehenderlo en su máxima sencillez y elementalidad. El discurso contra el que va el intuicismo de Bergson es el discurso conceptual, el discurso ilativo, pero no el discurso del puro discurrir interno. El discurso ilativo va de un concepto a otro, y de una cosa a otra. En cambio, el discurrir intuitivo tiene el sentido contrario: es un esfuerzo para quedarse en lo mismo, pero de una manera más completa y plenaria.
Por esto es por lo que la intuición así entendida es una nuevo tipo de experiencia de lo real. Hasta ahora y, sobre todo en manos de Comte, la experiencia había sido meramente constatativa, o, a lo sumo, perceptiva de lo real. En Bergson se trata de una experiencia completamente distinta. Es la penetración, o mejor, la compenetración que con toda su fuerza simpática quiere “co-experimentar” justamente el modo de ser de las cosas tomadas tales como se dan en sí mismas. Es estrictamente una experiencia metafísica; la expresión que hubiera sido más paradójica y hasta contradictoria en boca de Comte. La intuición como experiencia metafísica: he aquí el primer momento del método filosófico según Bergson.
Naturalmente, esta experiencia es metafísica por la índole absoluta de su objeto. Es el segundo momento del método metafísico bergsoniano que es menester caracterizar con más rigor. Correlativamente a su nueva idea de la experiencia, Bergson va a darnos una nueva idea de la realidad.

2°)- La intuición, decíamos, nos sumerge en el modo mismo de ser de las cosas, esto es en lo absoluto de ellas y no en lo relativo; porque en lugar de sacarnos de la cosa nos hace quedar más y más dentro de ella.
¿Qué es este quedar?.
Desde el punto de vista del acto intuitivo mismo, ya lo indicábamos, la intuición no es un acto puntual y único, como si fuera un simple abrir de ojos y contemplar pasivamente lo que se nos ofrece. Tampoco es una sucesión de actos múltiples, en multiplicidad numérica; lo veremos en seguida con más precisión. La intuición es un solo acto, pero un acto de esfuerzo, un acto que consiste en un continuo despliegue y repliegue. La intuición no es una sucesión de actos, sino una durée de un mismo acto, un acto cuya índole consiste en durar. No es una sucesión de actos, sino un acto durativo. El tiempo de la intuición no es el esquema de la sucesión, sino el tiempo puro de la duración. Ciertamente Bergson mantendrá explícitamente la idea de que el tiempo es siempre sucesión. Pero la durée es, para Bergson, una sucesión cualitativa y no numérica.
Y es que el objeto mismo de la intuición es también pura durée. Por esto, entre la intuición y su objeto hay esa profunda simpatía gracias a la cual tenemos un conocimiento absoluto, esto es, un conocimiento del modo de ser mismo de lo real inmediatamente dado. Para comprenderlo, basta apelar a la manera como aprehendemos tanto la realidad externa como nuestra propia realidad mental.
Por ejemplo, cuando estoy en mi habitación con un amigo y suena el reloj, se puede aprehender este sonido de dos maneras diferentes. Una, la que resulta del hecho de que yo quiera salir de casa a las siete. Entonces, cuando el reloj suena, yo atiendo para contar las campanadas. El tiempo son las siete; ésta es la hora. Es el tiempo como hora. Es la percepción del tiempo propia de mis necesidades prácticas; de ella saldrá asimismo el tiempo propio de la ciencia, que quiere saber cuanto tarda en producirse un hecho cuando se ha producido otro. El tiempo de la sucesión es esa línea imaginaria en la que se van inscribiendo cada una de las siete campanadas. Pero tal vez mi amigo no tenga que salir a las siete. Se halla tumbado. Ha oído el reloj, pero no sabe cuantas campanadas han sonado, porque no las ha contado. Ha oído el reloj, ciertamente, pero lo que ha oído es como la ondulación de un sonido único que se prolonga sin cesura desde el comienzo hasta el fin. Este sonido ha tenido variaciones cualitativas, altos y bajos; pero no se ha percibido el sonido como una sucesión de siete golpes, sino como un sonido único que se prolonga sin cesura, esto es, sin multiplicidad numérica. No sabe qué hora es, pero sabe que ha durado. Es la percepción del tiempo como pura duración. El tiempo como sucesión es una cesura práctica del tiempo como duración. El tiempo puro es mera duración cualitativa.
Lo mismo acontece cuando queremos percibir el movimiento. La ciencia positiva concibe el movimiento como un cambio de lugares en el espacio en función del tiempo; opera con el complejo espacio-tiempo. Y esto, que tiene ventajas esenciales para conocer los estados del cuerpo móvil, tiene, sin embargo, el inconveniente esencial de no aprehender el movimiento mismo. En efecto, ¿cómo aprehende la ciencia el movimiento? Para hacerlo, toma el cuerpo móvil en un estado A y luego lo ve en un estado B. Cada uno de estos estados es un lugar que el cuerpo ocupa en el espacio. Pero estos dos estados no son el movimiento. Entonces el científico intercala entre A y B otros muchos estados en que ha ido estando el cuerpo. Los elevará inclusive a un número infinito; obtendrá una diferencial e integrándola tendremos el movimiento para la ciencia.
Pero ¿es esto el movimiento?.
En manera alguna. Lo que obtenemos es la trayectoria, es decir, lo que el movimiento decanta en el espacio. Es el tiempo espacializado. Es el tiempo descompuesto en estados, cada uno de los cuales representa el lugar en que estaría el cuerpo si allí interrumpiéramos el movimiento. Pero el movimiento y sus presuntos estados no son algo en que el cuerpo está, sino justamente al revés, algo en que el cuerpo no queda sino pasa. Y este estar pasando es justo el movimiento, lo que la ciencia no aprehende. Para percibir el movimiento mismo habremos de imaginarlo, no como una sucesión de estados, sino más bien como un punto elástico que sin cesura se va distendiendo a lo largo del espacio. Prescindamos de la forma espacial de esta distensión, considerémosla simplemente como una especie de esfuerzo o tensión interna, según la cual el punto se va desplegando. Esto es lo que sería el puro movimiento. La ciencia física ha llamado tiempo al tiempo espacializado, y por esto es por lo que ha concebido el tiempo y el movimiento como sucesión; en definitiva, la impronta que el tiempo como tensión durante, va decantando en el espacio. Por esto es por lo que Bergson mismo fracasó al comienzo de su filosofía al querer considerar el tiempo y el movimiento como sucesión: es que con ello se había eludido el tiempo puro que es pura durée. Merecía la pena de emprender el camino inverso, partir de la intuición de la durée y ver entonces por qué y cómo este tiempo es el fundamento del tiempo sucesivo de la física. Tomar esta sucesión como si fuera el movimiento mismo, es ser víctima de lo que Bergson llama la ilusión cinematográfica del movimiento. El cine, en efecto, hace pasar con gran rapidez muchas imágenes que nos dan la impresión del movimiento. Pero lo que la pantalla nos ofrece no es el movimiento; las imágenes de la pantalla no están en movimiento. Para que lo estuvieran, haría falta que cada imagen saliera de la anterior como una prolongación interna, como una tensión que se va desplegando en otras diversas imágenes. Pero entonces, el movimiento ya no sería sucesión en el tiempo, sino durée pura, una multiplicidad meramente cualitativa de la tensión dinámica misma. Tanto en su aspecto cualitativo, como en su aspecto mecánico, la ciencia física ha espacializado el tiempo, con lo cual el tiempo mismo se le ha escapado. Esencial escapada: es justo lo que nos permite movernos con seguridad entre las cosas. Pero la filosofía no pretende esto, sino aprehender las cosas en su realidad inmediatamente dada. Y las cosas físicas tienen ese modo de ser que es la durée. Su aprehensión es objeto de la intuición.
Y esto tratándose de la realidad física, es aún, mucho más verdadero tratándose de la realidad del espíritu, de la conciencia. La psicología como ciencia positiva, tenía dos grandes asideros: la idea de que los estados de conciencia tienen grados de intensidad cuantitativamente mensurables y la idea de que la conciencia misma es una asociación de estados múltiples, numéricamente distintos.
Ahora bien, para Bergson esto es completamente falso; y la falsedad procede de volcar sobre la conciencia el tiempo como sucesión, propio de la física. Un estado de conciencia, por ejemplo un dolor, no aumenta en intensidad; lo que llamamos intensidad es un cambio de cualidad insensible, acompañado, tal vez, de una extensión de la zona dolorosa. Pero, en la práctica, prescindimos de estos minúsculos cambios cualitativos, y entonces adscribimos los momentos más relevantes del dolor a una escala en la que espacializamos los cambios de cualidades, así surge la idea de una mensurabilidad. Y esto es más palmario aún si atendemos a la conciencia misma y a sus presuntos estados múltiples. Los estados de conciencia no forman una multiplicidad numérica, por la razón elemental de que no hay sino un solo estado que va revistiendo distintas cualidades. La conciencia no es una multiplicidad numérica de estados, sino una multiplicidad cualitativa de un solo estado, que como un élan (un torrente, decía W. James), dura y se distiende sin cesura. El tiempo de la conciencia no es la sucesión de diversos estados, sino la durée de un mismo estado. Por esto es por lo que los estados mentales no se hallan determinados los unos por los otros según una ley, sino por el contrario, constituyen una realidad única y durativa, aprehensible por intuición. Más aún, cuando yo decido una acción, no son los motivos los que me determinan, sino que por el contrario, eso que llamamos motivos no son sino yo mismo motivando mi acción. La esencia de la durée de la conciencia es lo contrario de determinación: es libertad. Sólo sumergiéndonos en nosotros mismos por intuición es como aprehendemos la realidad inmediata de nuestra conciencia.
Finalmente, la vida misma es una especie de élan, que se va abriendo paso a través de la materia. La ciencia llama vida al organismo. Pero el organismo no es sino la impronta sobre la materia de la durée, del élan en que la vida consiste.
Por donde quiera que se tome la cuestión, pues, la realidad es pura durée. Cada cosa es un élan, una durée, un impulso o tensión dinámica interna. Lo demás es tiempo espacializado para los usos de la vida práctica y de la ciencia que de ella ha nacido. No se trata de una vaguedad. Todo lo contrario. Intuir la durée es conocer ya el modo propio de ser de cada cosa que dura. Porque la durée no es algo incualificado, sino perfectamente cualificado en cada caso.
Precisamente por ser una tensión dinámica, la durée tiene tres caracteres precisos. Es, ante todo, una variedad cualitativa distinta en cada caso. Es, en segundo lugar, una continuidad de progreso; en su virtud, el esfuerzo intuitivo nos lleva a un conocimiento de otras cosas posibles distintas de aquellas que estamos intuyendo. Finalmente la durée tiene una unidad de dirección propia de cada cosa y que sólo puede aprehenderse en su peculiar intuición. Por estos tres caracteres, la intuición de la durée nos abre el campo de un verdadero conocimiento del modo de ser de las cosas en su diversidad. Ser es siempre en una u otra forma durée. Precisamente porque lo real es durée, es por lo que el único órganon mental para aprehender la realidad en su modo de ser, en su carácter absoluto, es la intuición, que en si misma es también durativa. La intuición no es ajena al concepto. ¡Cómo va a serlo! A lo que se aleja la intuición es al uso de conceptos prefabricados, tomados, la mayoría de las veces, de las ciencia positiva que está hecha para otro menester. Bergson no rechaza el concepto, sino que propugna algo muchísimo más difícil: fabricar para cada intuición conceptos hechos a la medida. Sólo entonces tendremos una estricta verdad filosófica. Es el tercer punto a que hemos de dirigirnos.

3°)- La coincidencia entre intuición y durée es el punto preciso en que se inscribe la verdad filosófica para Bergson. ¿Qué se entiende por verdad?. La verdad, nos había dicho la lógica clásica y la ciencia es, en definitiva, una adecuación entre la representación y la cosa real. Mi inteligencia tiene unos conceptos y enuncia con ellos unas proposiciones acerca de un objeto que está ahí; hay verdad si la proposición enuncia lo que la cosa es, y error en caso contrario. Naturalmente, Bergson no tiene la intención de invalidad esta idea de la verdad. Y es menester insistir enérgicamente sobre ello para evitar unas cuantas caricaturizaciones de su filosofía cuando se la quiere refutar fácilmente. Veremos pronto que Bergson admite este concepto de verdad, y con una fuerza muy superior a todo lo que la ciencia misma ha pensado muchas veces, y especialmente en tiempo de Bergson. Pero esta verdad es válida tan sólo en su línea. Y esta es la cuestión. En la línea de la intuición de la durée, esta idea de verdad, es inaplicable, sencillamente porque lo real en su duración no es una cosa que “está ahí” , frente a la cual quepa sin más y simpliciter adecuarse con un concepto representativo. En el momento en que he enunciado esta “verdad”, el objeto real ya es distinto del que era antes, en el sentido de que algo ha cambiado por el mero hecho de durar. La duración muerde sobre la realidad misma que dura. En un ser vivo, la duración muerde en su propia realidad y, por consiguiente no se pueden enunciar proposiciones abstractas que sean la expresión “adecuada” de su realidad. No significa esto que estas proposiciones no posean alguna función. Antes decíamos que una ciudad se puede conocer de dos maneras: o viendo fotografías o paseando por ellas. Ahora añadimos que una ciudad se puede enseñar a ver de dos maneras. Una diciendo “dónde” está, por ejemplo, el bosque de Bolonia; diríamos al que nos preguntara que está tal vez en la calle inmediata superior a ésta. La proposición sirve en este caso como una representación adecuada del emplazamiento del lugar en cuestión. Pero puedo invitar al demandante a que ascienda a la torre Eiffel, y decirle: “Lo que vea usted mirando desde ella en tal dirección, ése es el bosque de Bolonia”. En este caso, la proposición no ha tenido por función representar adecuadamente el lugar, sino orientar la visión, la intuición. Este es el uso de las representaciones y de las proposiciones en filosofía: son orientaciones para lograr por uno mismo la intuición, la cual es formalmente intransferible. ¿Es esto, como ha solido decirse millones de veces, un anti-intelectualismo?. Esto es sencillamente absurdo. Es cierto que Bergson habla hasta la saciedad de que la inteligencia falla cuando se aplica a la intuición. Pero ¿de qué inteligencia habla Bergson? De la inteligencia científica; nada más.
Para Bergson, la inteligencia tomada sin más, es la que aún tratándose de la intuición, tiene la última palabra, hasta el extremo de que nos dice alguna vez que no habría inconveniente en hablar siempre de inteligencia. Pero entonces, añade, haría falta distinguir dos tipos irreductibles de inteligencia. Una la inteligencia exterior al objeto, que es la de la vida práctica y la de la ciencia. Otra, la inteligencia insertada intuitivamente dentro de la durée. Y en este segundo caso, la inteligencia no es sólo válida, sino que es la suprema validez. Sus conceptos estarían hechos a la medida. Esta inteligencia sería la intuición filosófica. Pero Bergson no adopta este modo de expresarse. Primero, porque las dos inteligencia son de tipo estrictamente inverso y contrario. Y segundo, porque lo que usualmente se llama inteligencia, es justo la inteligencia de primer tipo. Lo que Bergson propugna es que no se puede pasar de la inteligencia científica a la intuición de la durée, pero se puede y se debe pasar de ésta intuición a una intelección “hecha a la medida”. De aquí arranca justamente la posibilidad del saber filosófico. La intuición bergsoniana no es un anti-intelectualismo; es sencillamente colocar la inteligencia en su sitio. Y muchas personas creen que cuando una idea se coloca en su sitio, niega a las demás.
Es la fácil operación del homo loquax, nunca lo propio del homo sapiens. La filosofía, nos dice Bergson, tiene también sus fariseos.
¿Qué es entonces positivamente la verdad de la intuición para Bergson? No es una adecuación, sino una inserción simbiótica, simpática, en la durée misma. Y este “sin” es lo que expresa la verdad, es la esencia de la verdad. Por esto, a diferencia de la mera adecuación, que es un carácter estático, la verdad de la intuición es esencialmente activa; la verdad es el carácter de una acción. Es la acción simbiótica, simpática. Consiste en esforzarse por colocarse en el seno mismo de la durée. Y como la durée es esencialmente imprevisible, por eso es por lo que es quimérico representárnosla en términos de mero análisis conceptual.
En este sentido es imposible encerrar en una fórmula la verdad absoluta de la durée. Es menester ir conviviéndola. De esta manera quizá no lleguemos a conclusiones absolutas, pero tendremos la seguridad de habernos mantenido en la realidad misma, y lograremos probabilidades crecientes, que en el límite equivalen a una certeza.
La verdad de la que habla Bergson es, pues una verdad nueva. Y por una inclinación, natural en cierto modo, se asoció entonces este concepto de verdad a la vida. La filosofía de la vida era en aquellos momentos patrimonio de lo que se llamó pragmatismo. Para el pragmatismo, la verdad es una función de la vida, la cual se definía en esa filosofía por utilidad. Con lo cual, se dijo, la verdad es la utilidad intelectual. Entonces se llamó a Bergson pragmatista. Fue la falsa utilización del bergsonismo. Para Bergson, la verdad es ciertamente una acción, pero una acción insertiva en lo real para convivir, en simpatía con él, sus ondulaciones. La verdad es la convivencia misma con la realidad. La verdad es útil porque es verdad; no es que sea verdad porque es útil.
En resumen; Bergson nos da: 1.°, una nueva idea de la experiencia, la experiencia metafísica en la intuición; 2.°, una nueva idea de la realidad, la realidad inmediatamente dada como durée, lo que llamamos “cosas” son más bien “tendencias”, un élan que dura; 3.°, una nueva idea de la verdad, no como adecuación de las vistas que el hombre toma desde fuera de las cosas con éstas, sino la convivencia, el “sin” de la simbiosis o simpatía con la durée misma.
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I)- La duración.- Todas las cosas son en una cierta durée, una especie de tensión interna que constituye su propio modo de ser. En la intuición de nuestra propia durée nos está dada la durée de las cosas, y por esto nuestra propia durée nos sumerge por simpatía en la durée de ellas.
La filosofía, pues, no se limita al espíritu, sino que lo abarca todo, hasta la materia misma. ¿Cómo? Ya dijimos que la durée no es una línea abstracta, sino que en cada cosa tiene una cualificación interna, una continuidad de progreso y una unidad de dirección. Gracias a esto cada cosa nos lleva a todas las demás. Sino tuviéramos más que la intuición del color naranja, observándola en todos sus matices no podríamos ciertamente probar la existencia de otros colores, pero la intuición del naranja con todos sus matices, nos pondría intuitivamente en la línea de la intuición del rojo y del amarillo, nos haría por lo menos barruntar un rojo y un amarillo. Por la intuición se nos abre, pues, el campo entero de lo real. Y es que lo real no está constituido por meras relaciones de unas cosas con otras, sino por esta interna tensión de durée, según la cual más que cosas distintas lo que tenemos es como cualidades distintas de la durée.
La realidad consiste precisamente en esta interna movilidad que es la durée.
Ciertamente Bergson ha afirmado hasta la saciedad que la sustancia de lo real es movilidad. Pero no ha pretendido decir ni ha dicho jamás, que la realidad sea puro cambio. Ha dicho que es durée, cosa sensiblemente distinta. Ha llamado movilidad a este carácter durativo, pero no ha llamado, a la inversa, duración al puro cambio. Ha tomado del movimiento no lo que tiene de cambio, sino lo que tiene de duración, de tensión interna. En segundo lugar, Bergson no ha negado jamás la persistencia de algo en la durée. Lo que ha afirmado es que la durée afecta a la realidad por entero, de suerte que lo persistente no es forzosamente un sujeto que subyace al movimiento.
Las cosas tienen, pues, ese modo de ser propio que es durar. Y como la duración es algo internamente cualificado y dirigido, el ámbito de la filosofía es la totalidad de lo real, no simplemente el espíritu. Lo que sucede es que la intuición del espíritu sirve (como servía para Platón la matemática) como acción catártica para purificarnos de la pura materia. Como toda gran filosofía, la de Bergson nos da a la vez una nueva concepción del espíritu y una nueva concepción de la materia.

II)- La evolución.- Estas distintas duraciones que constituyen el todo de lo real no están meramente yuxtapuestas para Bergson. Poseen una interna articulación sumamente precisa: es la evolución. Se ha querido decir entonces que Bergson es un transformista. Es otra deformación de caricatura, porque para Bergson se trata estrictamente de lo contrario a una transformación. Bergson ha escrito ciertamente que la vida es un élan, desde la más modesta ameba hasta el espíritu más selecto, como el de Santa Teresa. Pero este élan no es una transformación, sino justamente lo contrario: es una invención en cada una de sus fases, o, como dice Bergson, es una evolución “creadora” de algo nuevo, imprevisible por no hallarse contenido en la fase anterior. Y esto no sólo por lo que concierne al espíritu, sino por lo que se refiere a la vida en general. Ante un montón de limaduras de hierro con una cierta configuración, el transformista se esfuerza por hacer ver que se trata de una azarosa combinación de moléculas por choque. El finalista al uso ve en esa configuración el orden que desde fuera ha sido establecido por una inteligencia ordenadora. La verdad, dice Bergson, es distinta y más sencilla: es que en el fondo del montón hay una mano que de una manera imprevista realiza un simple gesto nuevo que de golpe produce desde dentro la ordenación de las moléculas. El orden molecular no es sino la impronta externa del simple gesto de la mano.
Esta es la evolución de la vida: la invención de un sencillo gesto del élan vital en el seno de la materia. La evolución es innovación. Es el élan que se va abriendo paso a través de la materia. La vida va inventando por tanteo distintas formas de abrirse paso a través de aquélla. Se obtienen así unos sistemas que fracasan, otros que son viables y tienen porvenir. Así es como se va constituyendo lo que después se llamó biosfera. En este sentido de élan innovador, la evolución es algo inmediatamente aprehendido en la intuición. Para la intuición vivir es tener este élan, es crear, es inventar.
Esta concepción permite interpretar la totalidad de lo real. Ante todo, la diferencia entre la materia y la vida. El élan tiene una dirección ascendente en la que va innovando hasta la liberación completa del espíritu humano. Pero tiene una dirección descendente: si vamos reduciendo el élan a repetir siempre lo mismo, habremos obtenido justamente la materia inerte, una materia que, por lo mismo, carece de interioridad. La materia es pura repetición, sin creación ni invención.
En cambio, si tomamos el élan en dirección ascendente como una innovación, entonces veremos que este élan inventor se manifiesta ante todo por ese carácter elemental de la vida que Bergson llama torpeur, el torpor vegetal. Junto a esto surge una forma de élan que se llama instinto, característico del animal: es lo que permite encontrar con seguridad ciertas reacciones de la vida. Pero hay una invención superior, es la inteligencia. El instinto es la facultad de encontrar, y la inteligencia la facultad de buscar. Hay cosas que la inteligencia buscaría perpetuamente y no lograría encontrar jamás; el instinto las encuentra de golpe. Pero hay cosas que el instinto necesitaría y que, sin embargo, no podrá buscar; para esto hace falta la inteligencia, que es la única que puede buscar sin límite. De invención en invención, la vida innova hasta culminar en la inteligencia. Con ella se constituye el hombre. El hombre, así nacido, tiene que atender ante todo a su propia vida: es el homo faber. Pero retrotraído a la raíz primaria de su conciencia en la intuición, se torna en homo sapiens. Esta es la casi totalidad de lo real para Bergson. Y digo la “casi” totalidad, porque Bergson tiene que dirigir su atención no sólo al homo faber y al homo sapiens, sino también al homo loquax, que expresa la condición social del hombre.

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Toda ciencia nace, naturalmente, de una concentración del pensamiento. Pero esta concentración tiene un carácter muy especial en la ciencia: es la atención a la vida, a sus necesidades. Y esto es lo que produce ese tipo de conocimiento que ha definido Comte. Hemos visto que a esto llama Bergson “práctica”. Aparentemente, coincide Bergson en este punto no sólo con Comte, sino también con Aristóteles. Pero tan sólo aparentemente, porque este concepto de práctica es sensiblemente distinto del de Aristóteles. Ciertamente, Aristóteles había hablado de la tékhne a propósito del origen de la ciencia (episteme) y de la filosofía .
Pero para Aristóteles se trataba siempre, en la tékhne de un saber hacer; en cambio, la ciencia está flotando, por encima de la práctica, en el sentido de necesidad vital. Esta conduce a la ciencia, pero solamente “conduce”; en sí misma, la ciencia es algo distinto de la práctica. En cambio, en Bergson se trata de algo distinto. La práctica es un ingrediente formal y constitutivo de la ciencia misma; es el saber práctico, es la razón práctica la que es la razón científica misma.
Práctica significa, pues, no la praxis griega, la acción que se basta a sí misma, sino la acción según la cual la vida maneja las cosas con vistas a sus necesidades internas. La ciencia no es theoría, sino pensamiento de la realidad manejable.
Pero la concentración de pensamiento de la que surge la filosofía, es completamente distinta: es ir a contrapelo de la práctica. Esto como Bergson mismo nos dice, no parece nada especialmente nuevo. Bergson cita la frase de Plotino, según la cual “la poiesis y la praxis son... una debilitación de la theoría.” Pero la diferencia entre Bergson y Plotino es fundamental. Con esta debilitación, lo que propugnaba Plotino era la necesidad de un esfuerzo por desentenderse de la práctica para lanzarse a un mundo esencialmente trascendente. Para Bergson no se trata de eso. No se trata de ir a contrapelo de la práctica para elevarse sobre el mundo con el que la práctica opera, sino, justamente al revés, para mantenerse más íntimamente en él, retrotrayéndose a sus raíces últimas. Es una reintegración o retroacción a la realidad inmediata y plena; y ésta es justo la concentración del pensamiento propia de la filosofía.
Se trata no de desasirse del mundo en que prácticamente se vive, sino de quedar en él sin las anteojeras con las que la necesidad vive en él. Con lo cual la theoría no es sino la radical y auténtica visión del mundo en que se vive prácticamente. Se está en las mismas cosas, pero de otra manera.
¿En qué consiste esta operación? De entrada, Bergson fija su posición ante dos ideas importantes.
En primer lugar, la idea de lo que primariamente es el hombre. El hombre no es primariamente homo sapiens, sino homo faber. Veremos cómo Bergson concibe al homo sapiens. Pero el homo faber es siempre lo primario, porque la inteligencia es lo que se nos ha dado como sucedáneo del instinto. No es cosa baladí. El homo faber nos ha dado dos cosas de máxima importancia: la tecnicidad y la ciencia, que nos introducen en la intimidad de una materia que la técnica manipula y la ciencia piensa. Y esto es esencial.
En segundo lugar, la dimensión social del hombre. El hombre, sobre todo el homo faber, no vive solo. De ahí su segunda característica: el lenguaje. El hombre es originariamente homo loquax. Y por esta función, el hombre entra en “co-operación” con los demás. Para ello recorta los caracteres de las cosas y las reduce al perfil aristado del concepto. Gracias a esto puede comunicarse con los demás y hacer posible el manejo de las cosas. Los conceptos son el esquema de nuestra acción sobre las cosas. Nada de extraño, por tanto, que en sus orígenes la filosofía haya sido precisamente un diálogo. Esto es también esencial. Lo que sucede es que esta actitud locuente puede fácilmente degenerar. Bergson nos pone en guardia contra esta degeneración. Ante todo el homo faber y el homo sapiens , Bergson nos dice el mismo se inclina con respeto. Pero el único que le resulta antipático es el homo loquax, este hombre siempre fácil para hablar siempre dispuesto a criticar; en el fondo la facilidad de hablar de las cosas sin haberlas estudiado. Pero la naturaleza, nos dice, se cuida muy poco de facilitar nuestra conversación con las cosas y con los hombres. Por esto se revuelve enérgico contra lo que llama, en frase feliz, la socialización de la verdad. La socialización de la verdad fue la situación de las sociedades primitivas; es la actitud natural del espíritu humano, que no está naturalmente destinado ni a la ciencia ni, menos aún, a la filosofía. Es menester reservar ahora esta actitud para las verdades de orden práctico, para las cuales está el hombre naturalmente constituido. Por esto lo que ordinariamente se llama un hecho no es la realidad tal como aparecería a una intuición inmediata, sino una “adaptación de lo real a los intereses de la práctica y de vida social”.
Por encima del homo faber y del homo loquax, hay algo completamente distinto; hay el ir a contrapelo de esta fabricación y de esta conceptuación esquemática, para instalarnos es sus propias raíces y ver así si podemos asistir en ellas al origen de un saber distinto.
A esta concentración de pensamiento, en efecto subyace una emoción que Bergson llama emoción pura. La concentración de pensamiento propia de la ciencia está montada sobre la emoción previa del bienestar y del placer que la ciencia puede procurarnos. Pero a la base de la concentración de pensamiento propia de la filosofía, hay una emoción distinta que sólo ésta puede dar: la joie, la gozosa alegría de poseer la realidad. Contra lo que Bacon decía, a saber, que se manda a la naturaleza obedeciéndola, Bergson afirmará que la misión del hombre frente a la naturaleza no consiste ni en mandar ni en obedecer, sino simplemente en simpatizar con ella, en una como camaradería, en una verdadera philía. Pero mientras que para un griego la philía era la búsqueda de la verdad, para Bergson es algo mucho más hondo: es la amor en que se convive la realidad misma.
Por retroacción de la vida práctica a sus raíces, impulsados por el puro amor a la realidad.

laberinto

Leyenda de Teseo

Tras perder la ciudad de Atenas una guerra contra Minos, se le impuso como tributo el envío, cada nueve años, de siete doncellas y siete donceles, destinados a ser devorados por el Minotauro. Cuando debía cumplirse por tercera vez tan humillante obligación, el hermoso Teseo, con el consentimiento, aunque de mal grado, de su padre el rey Egeo, se hizo designar como uno de los siete jóvenes, con el propósito de dar muerte al Minotauro y acabar así con el periódico sacrificio y liberar a los atenienses de la tiranía de Minos. Ariadna se enamoró de él y le enseñó el sencillo ardid de ir desenrollando un hilo a medida que avanzara por el laberinto para poder salir más tarde. Teseo mató al Minotauro, volvió siguiendo el hilo junto a Ariadna y huyó con ella de Creta.



El Laberinto-


Zeus no podría desatar las redes
de piedra que me cercan. He olvidado
los hombres que antes fui; sigo el odiado
camino de monótonas paredes
que es mi destino. Rectas galerías
que se curvan en círculos secretos
al cabo de los años. Parapetos
que ha agrietado la usura de los días.
En el pálido polvo he descifrado
rastros que temo. El aire me ha traído
en las cóncavas tardes un bramido
o el eco de un bramido desolado.
Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte
es fatigar las largas soledades
que tejen y destejen este Hades
y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.
Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
éste el último día de la espera.

De: Elogio de la sombra

JORGE LUIS BORGES








Sócrates: ...En una caverna subterránea, con una entrada tan grande como la caverna toda, abierta hacia la luz imagina hombres que se hayan ahí desde que eran niños, con cepos en el cuello y en las piernas, sin poder moverse ni mirar en otra dirección sino hacia delante impedidos de volver la cabeza a causa de las cadenas. Y lejos y en alto, detrás de sus espaldas arde una luz de fuego, y en el espacio intermedio entre el fuego y los prisioneros, asciende un camino, a lo largo del cual se levanta un muro, a modo de los reparos colocados entre los titiriteros y los espectadores, sobre los que ellos exhiben sus habilidades.

Glaucón: Me lo imagino perfectamente.

Sócrates: Contempla a lo largo del muro hombres que llevan diversos vasos que sobresalen sobre el nivel del muro, estatuas y otras figuras animales en piedra o madera y artículos fabricados de todas las especies... ¿crees que los prisioneros puedan ver alguna otra cosa, de sí mismos y de los otros, sino la sombra proyectada por el fuego sobre la pared de la caverna que está delante de ellos? ...¿y también de la misma manera respecto a los objetos llevados a lo largo del mundo? Y si pudieran hablar entre ellos, ¿no crees que opinarían de poder hablar de estas [sombras] que ven como si fueran objetos reales presentes? ...Y cuando uno de ellos fuese liberado, y obligado a alzarse repentinamente, y girar el cuello y caminar, y mirar hacia la luz... ¿no sentiría dolor en los ojos, y huiría, volviéndose a las sobras que puede mirar, y no creería que estas son más claras que los objetos que le hubieran mostrado?... Y si alguien lo arrastrase a la fuerza por la espesa y ardua salida y no lo dejase antes de haberlo llevado a la luz del sol, ¿no se quejaría y se irritaría de ser arrastrado, y después, llevado a la luz y con los ojos deslumbrados, podría ver siquiera una de las cosas verdaderas?

Glaucón: No, ciertamente, en el primer instante.

Sócrates: Sería necesario que se habituase a mirar los objetos de allá arriba. Y al principio vería más fácilmente las sombras, y después, las imágenes de los hombres reflejadas en el agua y, después, los cuerpos mismos; en seguida, los cuerpos del cielo, y al mismo cielo le sería más fácil mirarlos de noche ...y, por último, creo, el mismo Sol... por si mismo, ...Después de eso, recién comprendería que el Sol... regula todas las cosas en la región visible y es causa también, en cierta manera, de todas aquellas [sombras] que ellos veían... Pues bien, recordando la morada anterior, ¿no crees que él se felicite del cambio y experimente conmiseración por la suerte de los otros?... Y considera aun lo siguiente: si volviendo a descender ocupase de nuevo el mismo puesto ¿no tendría los ojos llenos de tinieblas, al venir inmediatamente del Sol?... Y si tuviese que competir nuevamente con los que habían permanecido en los cepos, para distinguir esas sombras, ¿no causaría risa y haría decir a los demás que la ascensión, deslumbrándolo, le había gastado los ojos?... Pero si alguno tuviese inteligencia... recordaría que las perturbaciones en los ojos son de dos especies y provienen de dos causas: el pasaje de la luz a las tinieblas y de las tinieblas a la luz. Y pensando que lo mismo sucede también para el alma... indagaría si, viniendo de vidas más luminosas, se encuentra oscurecida por la falta de hábito a la oscuridad, o bien si, llegando de mayor ignorancia a una mayor luz, está deslumbrada por el excesivo fulgor.

La República. Platón. Libro VII, 1-3, 513-18. Trad. De R. Mondolfo.